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R001 – RODAJAS –

furgoneta de reparto homo glacies

Autor: Fer Meana .  Septiembre 2017

Los japoneses son fascinantes. La fascinación y perplejidad que siento por ellos es debida, además de por sus curiosas costumbres, por el tipo de historias que cuentan, como la que sigue, que no puedo asegurar que sea cierta.

Se la escuché a un policía de Sapporo. Una risa inevitable interrumpía el relato. Le doblaba en dos y los ojos quedaban engullidos por sus párpados de sapo. La verdad que la historia no tenía ninguna gracia.

Habíamos compartido la cena entre pescados suculentos y bebiendo ese whisky tan especial que elaboran con pericia y mucho arte.

Sakito, me mostró en su teléfono de gran pantalla, una factoría procesadora de pescado y un grupo de trabajadores alineados delante de la fachada, vestidos con batas grises, excepto dos que llevaban delantales de hule blanco, moteados de sangre. Eran los únicos que sonreían distendidamente a la cámara. Sakito miraba la pantalla y de nuevo se retorcía de risa.

Me explicó que la pesquera se distinguió por distribuir un pescado muy refinado y de alto precio. Se trataba de una especie endémica de un tiburón de tamaño medio, que habita en las aguas próximas a Hakodate. Un caso parecido al de los corderos lechales de divina finura que tan sólo se crían en la aldea castellana de Sacramenia.

La escasa producción de este suculento pescado, se ofrecía en exclusivos restaurantes con licencia especial y sólo se vendía en selectos mercados de abastos de Tokyo. Se cortaban en generosas rodajas congeladas que compartían espacio con los atunes de Barbate, el seki saba, el pez globo y con los compactos ladrillos de ballena piloto de Taiji. Éstos últimos, ocultos en lo más profundo de los frigoríficos.

La empresa surgió inspirada en una leyenda que rememoraba experiencias gastronómicas de hacía muchas décadas.

Durante la guerra Boshin, a mediados del siglo diecinueve, los japoneses combatieron entre sí en cruentas batallas en tierra y en una última batalla naval, lo que provocó que las aguas próximas a la costa de Hakodate se llenaran de despojos humanos como jamás se recordaba y que colmaban el voraz apetito de los tiburones locales, felices del alimento que les brindaba la estupidez humana, empeñada en combatir sin medir las consecuencias.

En algún momento de la contienda, un astuto pescador apreció algo especial en estos tiburones carroñeros. Aunque no existen evidencias, según me explicaba Sakito, se cree que era un tipo de tiburón cerdo de un tamaño mayor al habitual y su carne se empezó a considerar un manjar entre los samuráis intervinientes en esta guerra del año del dragón que, quizás, averiguaron la razón de la calidad de estos excepcionales escualos.

Este hecho histórico, quedó unido al recuerdo de un sabor especial que no volvió a apreciarse una vez acabada la guerra, pero sirvió para que el pueblo adoptara al tiburón cerdo como símbolo de la comunidad de pescadores.

Muchos años después, un empresario, amante del buen comer, quiso averiguar que había de cierto en la leyenda que había escuchado tantas veces a los pescadores, en las tabernas del puerto.

No se tienen noticias de la forma en que desarrolló su proyecto piscícola, ni quién se encargó de las pruebas de sabor, que terminaron con un final organoléptico exitoso en forma de generosas rodajas de pescado. Consiguió reproducir el sabor que prometía la leyenda y así se lo reconocieron los paladares más exquisitos.

El alimento con el que cebaban a los nuevos tiburones cerdo, era preparado por dos aviesos expertos en el proceso de corte y congelación de los mejores pescados. Eran los matarifes vestidos con delantales de hule blanco de la fotografía.

Con la misma técnica que utilizaban para los peces, elaboraban, después de pasar por todos los controles sanitarios, gruesas rodajas de lomos deshuesados de troncos humanos con un tiempo de cámara perfectamente calculado para mantener la óptima tersura y textura que posteriormente tintaban y envolvían en hojas de algas negras, simulando ser rodajas de atún, sin levantar sospechas. Las rodajas se despachaban, todavía congeladas, en cebaderos a varias millas de la costa y los tiburones cerdo que gozosos mordían la carnaza, eran señalados con proyectiles líquidos teñidos con cochinilla concentrada, que dejaban una discreta mácula roja en la negra piel del pez.

Al cabo de un tiempo de recebo, sólo tenían que pescar los ejemplares marcados.

Una vez servidos en la mesa, su fino sabor nunca defraudaba a los comensales.

La mayoría ignoraba la técnica de cría y engorde que, en su medio natural y en estado salvaje, recibían los exclusivos tiburones.

 Otros por el contrario se deleitaban por partida doble, conscientes del privilegio de participar en una experiencia vanguardista de canibalismo indirecto.

La ilicitud de la antropofagia es un asunto brumoso en un limbo legal. No es delito en los países desarrollados y en otras partes del mundo, aunque no oficialmente, se consiente su práctica en asociaciones y sectas, que respetan el espíritu indigenista de algunas tribus caníbales.

Volviendo a la historia de Sakito, me contó que, de la noche a la mañana, dejaron de ofrecerse en estos reconocidos restaurantes las rodajas del tiburón cerdo de aleta negra y los clientes habituales resignados en su ignorancia dejaron de reclamarlo , pero Sakito sí conocía la razón de la ausencia de tan codiciado plato.

Se ofreció a enseñarme la antigua factoría que había sido clausurada y precintada. Todavía pueden verse por las calles de la ciudad los furgones frigoríficos de color burdeos rotulados con el nombre de la fundación científico médica HOMO GLACIES, que se encargaban de trasladar los cuerpos congelados, desde las morgues de la ciudad hasta la factoría .

Su propietario el Sr. Tanaka, junto con el DR. Kobayashi responsable de medicina forense de la ciudad, acompañaron en su último viaje a la goleta Saigo No. Éste mínimo barco con aspecto de yate de paseo, disponía de un ingenioso y sencillo sistema de válvulas que, una vez en alta mar, los distinguidos delincuentes activaron consciente y voluntariamente en un acto fiel al código bushio de los samuráis acabando el bote en el fondo del mar y, probablemente, sus cuerpos, de forma consecuente a sus prácticas de nutrición animal, en un novedoso tipo de seppuku naútico en el que quien se hace el harakiri es el propio barco con su barriga metálica abierta.

Los dos matarifes fueron recolocados después de un programa de reeducación en sendos depósitos de cadáveres .

Los responsables de la seguridad y bienestar social resolvieron, discreta y eficazmente, el inoportuno incidente que podía haber dañado el prestigio de negocios tan prósperos como el pesquero y hostelero, vitales en esta comarca costera.

Cuando acabó su narración Sakito, se quedó mirándome expectante con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Con expresión seria le pregunté de qué especie de pescado era la sabrosa rodaja que habíamos compartido. Se le empezó a hinchar la cara como si fuera un pez globo, intentando reprimir la carcajada que finalmente explotó sonora y que provocó, por simpatía, que también yo me riera con incontinencia. Los comensales de las mesas próximas nos miraban con fastidio.

Con la duda de no saber lo que había comido, me despedí del inspector.

Han pasado varios años desde ese día pero siempre que viajo a Japón llamo a Sakito, que ya ocupa un puesto destacado en el Ministerio del Interior japonés, que siempre me tiene reservada una sorpresa gastronómica en diferentes tabernas de Tokio, bebiendo tacitas de sake templado y en las que no sólo se disfruta del pescado crudo.

Una vez le pregunté con sarcasmo la razón del porqué, con mucha frecuencia, los principales responsables de la seguridad ciudadana eran los más perversos canallas incluso en los gustos culinarios. Dándose por aludido pero sin perder su buen humor, me aconsejó que me limitara a disfrutar de la cena sin otros planteamientos éticos y volvió a explicarme con pasión que la cocina oriental, preferentemente la china es la inspiración de la cocina mundial porque es la más rica y refinada. Se acostumbra a emplear ingredientes de origen animal, misteriosos o ilícitos, peligroso y hasta mortales como el perro negro, la sangre de serpiente y el pez globo. Con técnicas de preparación que han evolucionado desde hace muchos siglos y que elevan el acto de comer a la altura de una experiencia culinaria, atávica, secreta, solemne casi sobrenatural.

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