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R003 – Manzanas Rojas –

Autor: Vanessa Hernando. Febrero de 2023

El mercado de Las Muelas es famoso por sus puestos de alimentación, carnes y pescados selectos, frutas y verduras que parecen artificiales de tan perfectas… Marina pasea a diario entre los expositores, deleitándose con los aromas de las especias a granel, con los escaparates tan cuidados como si fueran de una marca de lujo, con el soniquete de las monedas, las balanzas y las conversaciones. Claro está, el mercado de las muelas no es accesible a todo el mundo. Las personas que por allí pasan podrían clasificarse en tres grupos muy diferenciados: los turistas, atraídos por la arquitectura del edificio y lo atractivo del lugar, las señoras de bien venidas a menos que necesitan aparentar que pueden pagar lo que cuesta un filete en aquellas tiendas y las sirvientas que empujan carritos o cargan cestas repletas de viandas para sus jefes. Marina no pertenece a ninguno de los tres, ella solo pasea y admira. La comida hace tiempo dejó de ser una necesidad para pasar a ser una tortura. Bailarina desde niña. Marina tenía que mantenerse delgada, esbelta y fuerte, así empezó a ingerir cada vez menos alimento, empezó dejando la carne, después vinieron el pescado y los derivados lácteos. Su madre, por aquel entonces, pensó que la niña se estaba subiendo al carro del veganismo y lo achacó a tonterías de la adolescencia. Pronto dejó los cereales. Nada de pan, nada de pasta, ni siquiera esas bolitas de miel que engullía los domingos por la mañana cuando volvía de correr. Sus platos quedaron reducidos a un puñado de verduras que menguaba cada vez más hasta que, un día, empezó a aumentar la cantidad que quedaba en el plato. Marina perdía peso y ganaba fama. Entre sus compañeras crecía la envidia. Marina era alta, delgada, con piernas fuertes y cuerpo y cara de niña. Los directores se la rifaban para darle papeles de protagonista y ella se henchía de orgullo y se esforzaba por estar a la altura.

Todo se volvió negro. Se escuchó un grito sordo en el teatro y un golpe, como una explosión, sacudió el menudo cuerpo de Marina. Cuando abrió los ojos, su compañero, ese chico con el que había trabajado tanto en los últimos años, golpeaba su cara y repetía sin parar su nombre. “Marina. Marina. Marina…”. Se sacudió al chico como pudo e intentó en vano ponerse en pie, le flaqueaban las piernas. El telón bajado les daba intimidad. ¡Qué vergüenza! ¿La había dejado caer? No, él no sería capaz. O sí, nunca se sabe hasta dónde llegan las envidias en el mundo del ballet. Tosió y sintió dolor en las costillas. Todo daba vueltas rápido, muy rápido, como en un Fouetté en Tournant infinito. A partir de ese momento todo fue confuso. Los médicos entraron como un elefante en una cacharrería, empezaron a enchufar cables y tubos, a palpar, a preguntar… Hasta que la subieron a una camilla y el sonido de la sirena llenó su mente por completo.

No recuerda mucho más que aquellas palabras fatídicas: no volverás a bailar. Múltiples fracturas que tardaron mucho en curar y todo el mundo diciéndole que estaba demasiado delgada para sanar en condiciones. Irónico que los mismos que la alentaban a engorar fueran los mismos que, días antes, alababan su delgadez extrema. Poco sabían aquellas personas que su diminuto cuerpo hacía ya tiempo que no toleraba nada más sólido que un par cucharadas de puré de verdura. Su madre languidecía viendo el esquelético cuerpo de Marina, las ojeras que llegaban hasta la comisura de unos labios secos y agrietados, una belleza marchita que se devoraba a sí misma escondida bajo unas prendas demasiado grandes y gruesas. Siempre tenía frío, pero ya daba igual, su pasión, su vida, se había ido. Todo el empeño por volver a bailar se convirtió en nuevas lesiones, nuevas fracturas que agravaban las antiguas. El bastón se convirtió en su mejor amigo, ese al que se aferra frente al puesto de frutas donde cerezas gordas y redondas se exhiben lustrosas en una imagen tan placentera para cualquiera como dolorosa para Marina. Lo intentó durante un tiempo, más por contentar a su madre que por voluntad propia, pero cada intento de meter en su cuerpo algo más que líquido se traducía en una sesión de llanto abrazada al inodoro. Las cerezas son un mal recuerdo, igual que la sandía o el plátano, ni siquiera la piña consiguió permanecer en su estómago más de unos minutos.

Marina observa las frutas, brillantes y bellas, le recuerdan al ballet, donde todo es tan estético, tan medido que no da lugar a la diferencia; igual que en esos mostradores, cada fruto es igual al de al lado y al de unos centímetros más arriba o más abajo, equilibrados, simétricos, homogéneos. Pasa la vista de una fruta a otra, colores vivos, sin imperfecciones, como un día fue ella, casi no recuerda ese pasado. El rojo brillante le hace daño en los ojos, es curioso como esa fruta fue la única que su cuerpo decidió tolerar, como si fuese el veneno que necesitaba para seguir viviendo la tortura de haber perdido lo que más quería, lo único que sabía hacer.

El tendero ofrece la manzana roja como si fuera la bruja y ella Blancanieves, casi no espera a depositar las monedas en su mano cuando da el primer mordisco, tan jugoso que se escurre por las comisuras de sus labios, tan sabroso que siente una punzada de placer en el estómago, tan valioso que hace que olvide quien ya no es y gire, aunque solo sea en su imaginación, sobre el escenario más bonito que jamás se haya visto.

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